Érase una vez, pues este es de ese tipo de historias que
empiezan con érase una vez; una chica que vivía en un barrio gris y oscuro de
una gran ciudad. La ventana de su habitación, concretamente, daba hacia una
calle en la que había una fábrica abandonada, con los cristales de los
ventanales rotos y llena de pintadas; con la alambrada que la rodeaba oxidada y
el suelo lleno de trastos viejos y escombros. Imagino que podéis haceros una
idea de la deprimente visión que la joven tenía cada vez que se despertaba y
levantaba la persiana de su cuarto. Pero ella era feliz en su pequeño mundo
interior, un mundo al que corría a refugiarse cuando la realidad era oscura.
Y su vida transcurría normalmente, como la de cualquier otro. Después de desayunar, normalmente con su compañera de piso, se marchaba a trabajar. Lo mismo de todos los días, servir cafés, fregar platos y limpiar mesas; eso es a lo que se dedicaba. Pero mientras tanto, su pequeño mundo interior trabajaba por su cuenta, y mientras la cafetera del bar echaba café en una taza desde una cascada en lo alto de una montaña saltaban unos pequeños seres, como una especie de duendes marrones que en vez de piel tenían corteza de árbol y que por rostro tenían musgo, pequeños brotes verdes que se agrupaban para formar lo que parecían ojos, nariz y boca. Y el café rebosaba por el borde de la taza al tiempo que el jefe le gritaba “¡Chiquilla, quieres estar atenta de lo que haces, que parece que estés en otro mundo!”. Y ella lo miraba, y en su rostro veía una gran barba de musgo, cosa que irremediablemente la obligaba a sonreír. Si algo malo le pasaba, se escapaba a su refugio, a veces sin querer, a veces incluso dando la sensación de no importarle lo que ocurría a su alrededor.
Un día, volviendo del
trabajo, su espíritu inquieto de sagaz exploradora le condujo a casa dando un
rodeo enorme, simplemente caminando mientras su mente encontraba una explicación
a la existencia de las luciérnagas. Si, os diré cómo lo imaginó ella; le
pareció una buena idea que se tratasen de crías de araña de las estrellas y que
cuando nacían sus malvadas madres las abandonaban en la tierra, lanzándose
desde el espacio utilizando sus hilos de seda como cuerda para hacer puenting.
Después, las pobres crías intentaban volver junto a sus madres y para ello no
les quedaba más remedio que desarrollar alas, pero ninguna conseguía elevarse
lo suficiente… En fin, a lo que vamos, que los pasos de la chica la habían
traído hasta un barrio peculiar, prácticamente en mitad de la ciudad.
Las calles de adoquines eran estrechas y en pendiente, con escaleras por todas partes. Los edificios no levantaban más de tres plantas del suelo, con sus fachadas de piedra gris, pulidas y manchadas por la humedad, la suciedad y la polución. Lo pequeños balcones casi podían tocarse los de un lado de la calle con los de enfrente y entre ellos descubrió al doblar la esquina, una pequeña maravilla. Enredadas entre finas tablas y cuerdas que pasaban de un balcón a otro colgaban y caían plantas y flores, enredaderas que tomaban al asalto las barandas de las balconadas y cubrían de verde los rostros de las casas. Y también crecían sin control montones de flores, pero sobre todo margaritas, estas últimas las había en todos los balcones. El color verde, el olor de las plantas y la frescura del ambiente, junto con el juego de luces del sol escurriéndose entre las hojas creaban un ambiente mágico. La muchacha estaba rebosante de felicidad ante el descubrimiento de aquella calle, rápidamente fue a mirar el nombre en la placa: “Calle de las Margaritas”. Claro, no podía ser de otra manera. Y recordó ese nombre, pues quería llevar allí a todo el mundo, a todos sus amigos y conocidos. Pero nunca pudo volver.
Cuando
al día siguiente condujo allí a su compañera de piso, ya no estaba. Y no, no es
que ya no tuviera margaritas, ni enredaderas, ni plantas, ni flores. La calle
no estaba, no podía encontrarla por ningún sitio. Incluso buscó su nombre en
Google Maps, pero no aparecía, al menos no en esta ciudad. ¿Extraño verdad?
Para ella fue un duro golpe ¿era acaso solo fruto de su realidad alternativa,
de su mundo interior? Esa es una pregunta para la que no tenemos respuesta. Y
esa noche, se acostó triste, por primera vez en mucho tiempo, incluso creo
recordar que lloró.
A la mañana siguiente, cuando se despertó, el mundo era un poco más gris, más tenebroso, más injusto y definitivamente todo estaba más muerto. Levantó la persiana y observo la fábrica. En una sombra vio un gato negro, que descansaba tranquilamente y pensó “Si el gato fuese de muchos colores yo no añoraría tanto esa calle”. Después, tomando el desayuno contempló su taza, tenía un dibujo en blanco y negro del ying y el yang, pero hoy ese símbolo le parecía apagado y la chicha dijo en voz alta “tengo que comprar una taza más alegre, para desayunar en días grises”. Más tarde, en el trabajo se quedó observando una mancha de café en su delantal blanco y su mente imaginó esa mancha de un verde vivo, y que cada gota de café al derramarse dejaría un rastro de un color distinto; y entonces se pasaría el día tirando los cafés accidentalmente sobre los clientes demasiado serios. Finalmente, esa noche mientras se lavaba los dientes se acercó al espejo para ver sus ojos y descubrió en el iris una pequeña mancha amarilla. Una mancha amarilla en sus ojos verdes. “Será que en mis ojos están creciendo margaritas” y con esa ocurrencia dando vueltas en su cabeza, se quedó dormida.
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Para ella es vivir un sueño, poder cambiar las cosas a mejor simplemente con quererlo. Poder poner patas arriba un mundo gris, para volverlo lleno de color, poder pintar en su vida y en la de los demás como si fuera un lienzo. Y para el resto, los que la conocemos, nosotros simplemente tenemos que sentarnos a su lado a contagiarnos y a disfrutar con las locuras de su otra realidad.