viernes, 23 de agosto de 2013

El jardín de margaritas

Érase una vez, pues este es de ese tipo de historias que empiezan con érase una vez; una chica que vivía en un barrio gris y oscuro de una gran ciudad. La ventana de su habitación, concretamente, daba hacia una calle en la que había una fábrica abandonada, con los cristales de los ventanales rotos y llena de pintadas; con la alambrada que la rodeaba oxidada y el suelo lleno de trastos viejos y escombros. Imagino que podéis haceros una idea de la deprimente visión que la joven tenía cada vez que se despertaba y levantaba la persiana de su cuarto. Pero ella era feliz en su pequeño mundo interior, un mundo al que corría a refugiarse cuando la realidad era oscura.

                Y su vida transcurría normalmente, como la de cualquier otro. Después de desayunar, normalmente con su compañera de piso, se marchaba a trabajar. Lo mismo de todos los días, servir cafés, fregar platos y limpiar mesas; eso es a lo que se dedicaba. Pero mientras tanto, su pequeño mundo interior trabajaba por su cuenta, y mientras la cafetera del bar echaba café en una taza desde una cascada en lo alto de una montaña saltaban unos pequeños seres, como una especie de duendes marrones que en vez de piel tenían corteza de árbol y que por rostro tenían musgo, pequeños brotes verdes que se agrupaban para formar lo que parecían ojos, nariz y boca. Y el café rebosaba por el borde de la taza al tiempo que el jefe le gritaba “¡Chiquilla, quieres estar atenta de lo que haces, que parece que estés en otro mundo!”. Y ella lo miraba, y en su rostro veía una gran barba de musgo, cosa que irremediablemente la obligaba a sonreír. Si algo malo le pasaba, se escapaba a su refugio, a veces sin querer, a veces incluso dando la sensación de no importarle lo que ocurría a su alrededor.



                Un día, volviendo del trabajo, su espíritu inquieto de sagaz exploradora le condujo a casa dando un rodeo enorme, simplemente caminando mientras su mente encontraba una explicación a la existencia de las luciérnagas. Si, os diré cómo lo imaginó ella; le pareció una buena idea que se tratasen de crías de araña de las estrellas y que cuando nacían sus malvadas madres las abandonaban en la tierra, lanzándose desde el espacio utilizando sus hilos de seda como cuerda para hacer puenting. Después, las pobres crías intentaban volver junto a sus madres y para ello no les quedaba más remedio que desarrollar alas, pero ninguna conseguía elevarse lo suficiente… En fin, a lo que vamos, que los pasos de la chica la habían traído hasta un barrio peculiar, prácticamente en mitad de la ciudad.

                Las calles de adoquines eran estrechas y en pendiente, con escaleras por todas partes. Los edificios no levantaban más de tres plantas del suelo, con sus fachadas de piedra gris, pulidas y manchadas por la humedad, la suciedad y la polución. Lo pequeños balcones casi podían tocarse los de un lado de la calle con los de enfrente y entre ellos descubrió al doblar la esquina, una pequeña maravilla. Enredadas entre finas tablas y cuerdas que pasaban de un balcón a otro colgaban y caían plantas y flores, enredaderas que tomaban al asalto las barandas de las balconadas y cubrían de verde los rostros de las casas. Y también crecían sin control montones de flores, pero sobre todo margaritas, estas últimas las había en todos los balcones. El color verde, el olor de las plantas y la frescura del ambiente, junto con el juego de luces del sol escurriéndose entre las hojas creaban un ambiente mágico. La muchacha estaba rebosante de felicidad ante el descubrimiento de aquella calle, rápidamente fue a mirar el nombre en la placa: “Calle de las Margaritas”. Claro, no podía ser de otra manera. Y recordó ese nombre, pues quería llevar allí a todo el mundo, a todos sus amigos y conocidos. Pero nunca pudo volver.

                Cuando al día siguiente condujo allí a su compañera de piso, ya no estaba. Y no, no es que ya no tuviera margaritas, ni enredaderas, ni plantas, ni flores. La calle no estaba, no podía encontrarla por ningún sitio. Incluso buscó su nombre en Google Maps, pero no aparecía, al menos no en esta ciudad. ¿Extraño verdad? Para ella fue un duro golpe ¿era acaso solo fruto de su realidad alternativa, de su mundo interior? Esa es una pregunta para la que no tenemos respuesta. Y esa noche, se acostó triste, por primera vez en mucho tiempo, incluso creo recordar que lloró.

                A la mañana siguiente, cuando se despertó, el mundo era un poco más gris, más tenebroso, más injusto y definitivamente todo estaba más muerto. Levantó la persiana y observo la fábrica. En una sombra vio un gato negro, que descansaba tranquilamente y pensó “Si el gato fuese de muchos colores yo no añoraría tanto esa calle”. Después, tomando el desayuno contempló su taza, tenía un dibujo en blanco y negro del ying y el yang, pero hoy ese símbolo le parecía apagado y la chicha dijo en voz alta “tengo que comprar una taza más alegre, para desayunar en días grises”. Más tarde, en el trabajo se quedó observando una mancha de café en su delantal blanco y su mente imaginó esa mancha de un verde vivo, y que cada gota de café al derramarse dejaría un rastro de un color distinto; y entonces se pasaría el día tirando los cafés accidentalmente sobre los clientes demasiado serios. Finalmente, esa noche mientras se lavaba los dientes se acercó al espejo para ver sus ojos y descubrió en el iris una pequeña mancha amarilla. Una mancha amarilla en sus ojos verdes. “Será que en mis ojos están creciendo margaritas” y con esa ocurrencia dando vueltas en su cabeza, se quedó dormida.


                Hoy nuestra amiga se ha despertado porque un rayo de luz ha invadido su habitación, extrañamente la persiana está abierta. Abre los ojos y de forma automática se levanta y mira la fábrica, gris y derruida, como siempre, pero desde una ventana la observa un gato, un gato de mil colores, un gato que por gama cromática más parece un pájaro tropical. La chica abre mucho los ojos y se ríe, una risa que mezcla incredulidad y nervios. Su compañera de piso no está en casa, hoy ha tenido que marcharse antes a trabajar, así que la chica va a la cocina, a desayunar sola, con su taza del ying y el yang. Y mientas está vertiendo la leche se da cuenta de que el símbolo ya no es blanco y negro; ahora es rojo, verde, amarillo, azul y un largo etcétera. La muchacha no sale de su asombro, cada vez está más confundida. Se va al aseo a lavarse la cara para intentar librarse del estupor y de esa sensación de extrañeza que la invade. Llena sus manos con agua y moja su rostro, varias veces. Y al levantar la cabeza y mirarse al espejo por fin se da cuenta. Sus ojos, su iris y su pupila se han convertido en margaritas, y son realmente bellas. Poco a poco va tocando su rostro delicadamente, acercándose a sus ojos con miedo… y se le escapa una lágrima que explota contra el lavabo dejando un rastro de color, como si hubiese caído una gota de pintura. Y así empieza hoy la historia de la chica con ojos de margarita.

                Para ella es vivir un sueño, poder cambiar las cosas a mejor simplemente con quererlo. Poder poner patas arriba un mundo gris, para volverlo lleno de color, poder pintar en su vida y en la de los demás como si fuera un lienzo. Y para el resto, los que la conocemos, nosotros simplemente tenemos que sentarnos a su lado a contagiarnos y a disfrutar con las locuras de su otra realidad.
                

jueves, 15 de agosto de 2013

La niña zombi y el chico estrella

                ¿Alguna vez os han contado una historia extraña, de esas que no tienen ni pies ni cabeza? ¿No? Pues bien, esta es una de esas historias. Un cuento que comienza después de un día muy largo, un día tras el cual uno no recuerda ni cómo, ni cuándo amaneció. Y ese día hubiese sido normal de no ser porque se desató una epidemia zombi. Y claro, era de esperar que el mundo desde ese preciso instante diese un pequeño cambio, lo que a los escritores del destino les gusta llamar, giro argumental. Y pasaron años de apocalipsis… pero finalmente la situación se normalizó.

            Ahora bien, paralelamente a estos sucesos tenemos la historia de una niña de solo 8 años, que en el día Z (así llamaremos al día del suceso desencadenante) había estado en el parque, jugando con un chico algo mayor que ella pero que disfrutaba de los juegos de los más pequeños. Y en los típicos columpios esos de troncos que parecen pequeñas fortalezas de madera, se inventaron juegos como “El ataque al muro y la Guardia de la Noche” y “Defender la cárcel del Gobernador”; y allí pasaron horas, luchando contra seres imaginarios. La tarde maduraba y pronto se tendrían que marchar a casa, ambos, cada uno por su camino, pero antes tuvieron una conversación, mientras balanceaban sus piernas al borde del muro.

        –Sabes Delia, hace tiempo que no me sentía como un niño de verdad –decía el niño, mientras miraba como distraído al frente–. Crecer es un rollo, se supone que tienes que hacer cosas que se corresponden con tu nueva edad, aunque a veces no te gusten. Y todo se vuelve más complicado. Pero bueno, de vez en cuando te puedes escapar y pasar tardes divertidas pensando en zombis que vienen a atacarnos, o imaginando que eres un astronauta que viaja lejos buscando la estrella de la niñez eterna.
            –A mí me gustan los zombis –respondió la niña– y también me gustan las estrellas y los viajes por el espacio en nave espacial. Pero no conozco la estrella de la niñez eterna.
            –Aaaah, claro, poca gente la conoce. Es una leyenda que me contaba mi abuelo. Dicen que en el espacio existe una estrella muy brillante que se va paseando por toda la galaxia, y que si consigues alcanzarla te concede un poder especial. Cuando tocas esa estrella, que es mágica, te contagia con su energía y te permite volver atrás en el tiempo siempre que quieras, a revivir momentos felices del pasado, momentos en los que todavía eres un niño y que tu única preocupación es divertirte.
            –¡¡Aaaaaaala, yo quiero tocar esa estrella!! Yo en verdad no quiero crecer nunca, es lo que más deseo. Yo quiero venir todas las tardes y jugar contigo en el parque. ¿Mañana vendrás a jugar conmigo al parque?
            –Claro que sí, para mi venir aquí es como si hubiese tocado la estrella de la niñez eterna.

            Y así se despidieron esos dos niños. Y poco después se convirtieron en zombis y nunca más volvieron a verse. Pero Delia, años más tarde volvió al parque a jugar por las tardes; cuando la población zombi se había estabilizado y vivían (bueno, lo de vivir es un decir) en una extraña situación de armonía con el rebaño humano vivo al que habían sometido, no sin la ya típica guerra, en la que hubieron innumerables bajas.

            Y la niña estaba nostálgica, pues no conocía a más zombis niños con los que jugar y se acordaba de aquel chico que conoció justo el día Z. Y se subió al Muro a disparar flechas a los salvajes, y cuando sonaron los tres toques del cuerno, supo que venían los Otros y que la batalla sería mucho más dura y cruenta. Y después, corrió por el puente hasta el bloque de celdas, pues los hombres del Gobernador querían echarla a ella y a los suyos de la cárcel, pero habían decidido que ya no iban a huir más, y que iban a hacerles frente. No iban a huir. Huir. Eso es lo que estaba haciendo ella, huir; escapar de la realidad. A estas alturas ya tenía unos cuantos años más de 8, aunque físicamente no envejecía. Y aun recordaba a aquel niño. Y miró al cielo, y vio que una de las estrellas brillaba más que las otras… y deseó que fuera la estrella de la niñez eterna. Y de repente titiló en el cielo, y salió disparada surcando la noche, para perderse en el horizonte.

            La niña zombi pidió un deseo… cerró los ojos y esperó un ratito antes de abrirlos para saber si se había cumplido. Cuando volvió a mirar el cielo la estrella de la niñez eterna no estaba, y no pudo tocarla. Se quedó allí, decepcionada pues lo que había pedido no se había hecho realidad. Se levantó y al girarse para cruzar el puente de troncos colgantes del columpio, vio a alguien al otro lado. El chico se acercó a donde estaba Delia.

            –Hola, ¿te acuerdas de mí? –preguntó cuando hubo cruzado– Una vez, hace mucho tiempo, nosotros jugábamos en este parque. Sé que acabas de pedir un deseo y que piensas que no se ha cumplido.
            –Claro que no se ha cumplido, he pedido tocar la estrella de la niñez eterna, pero no he podido, no ha bajado a mi alcance –la niña zombi estaba realmente defraudada e indignada–. ¡Y en realidad es todo una tontería! ¡Esa estrella no existe! ¡Y tú eres un mentiroso! ¿Por qué me engañaste?
            –Yo no te engañé –dijo el chico en tono condescendiente mientras se acuclillaba para ponerse a la altura de la niña y le cogía la mano– yo también pensé que era mentira. La misma noche que nos despedimos, yo vi una estrella fugaz, y pedí un deseo, probablemente el mismo que has pedido tú. Pedí no crecer más, pedí repetir esta tarde siempre, durante el resto de mi vida. Y luego pasó toda esa historia de la epidemia Z.
            –Entonces no tiene solución, sin esa estrella seguiremos creciendo.
            – ¡No, te equivocas! Esa estrella existe, solo tienes que creer en ella, porque a ella le da igual el tiempo que pase, le dan igual los años y las arrugas, a ella solo le importa una cosa, que pienses que tu deseo se ha cumplido y que creas en ella.
            –Mmmm, ahora lo entiendo –la niña zombi miró al chico– tu eres la estrella, y me acabas de tocar… ¡Escucha! ¿Has oído eso? Dos toques de cuerno, ¿sabes lo que significa? –Delia sonreía ampliamente.
            –Dos toques significa que vienen los salvajes; y tenemos un juramento que cumplir –el chico estrella también sonreía.
           

            Y desde ese día la niña zombi y el chico estrella jugaron todas las tardes, durante el resto de su no-vida y jamás se cansaron de ser, en el fondo de sus corazones, la estrella de la niñez eterna.