Cuenta la leyenda que en un pueblo
de pescadores remoto y humilde, un día bajó una vez volando un ave de fuego y
se posó sobre una barca vieja. Al lado descansaba tumbado sobre una esterilla
un pescador muy anciano, al principio no se dio cuenta de la presencia que le
acompañaba, pues el pájaro estaba allí silencioso y apagado, tremendamente
triste. Un movimiento de la caña que tenía colocada, acompañado del crujir de
la madera vieja, hicieron que el hombre abriera un ojo y reaccionara para
atrapar a un nuevo pez que rápidamente pasó a acompañar a otros tantos que ya
había pescado y que estaban en una cesta de mimbre. Y después de finalizar sus
tareas y volver a lanzar la caña al mar se quedó mirando la extraña ave allí
posada y que miraba el horizonte, sin mover ni una sola pluma. Los colores
rojos, anaranjados y amarillos se mezclaban y un pequeño fuego bailaba al final
de su cola, una cola de tres plumas largas.
–Tú eres un fénix ¿Verdad? –Preguntó
el anciano.
– ¿Qué te hace pensar eso, viejo? –El pájaro
giró la cabeza y habló con voz queda.
– Pues quizá no sea el hombre que
más ha estudiado en el mundo, pero me gusta escuchar las historias que cuenta
la gente, sobre todo los viajeros. Y cuando tienes tiempo para escuchar y no
tienes prisa por vivir puedes aprender muchas cosas.
– Pero eso no tiene sentido para mí,
viejo. Pues yo no puedo morir como tú. Cuando mi fuego se extingue es solo para
volver a encenderse después, más vivo y más fuerte.
– ¿Y por eso estás triste?
– Si, eso entre otras cosas. Dime, ¿cuantos
fénix has visto? No hace falta que contestes, ya te lo digo yo; acabas de ver
el primero y el último.
– Creo que sé a qué te refieres. Es
una lástima encontrarse solo y con todo el tiempo del mundo, a veces no sabes
que hacer. Pero mírame a mí amigo, he sobrevivido a mis hijos y a mi esposa,
podría decirse que estoy en una situación similar a la tuya, pero con una
diferencia, mi tiempo se acabará algún día.
– Vaya, lo siento viejo, al menos yo
no he tenido que enfrentarme a la perdida de ningún familiar, pues nunca los he
tenido. Supongo que cada cual tiene sus penas y sus preocupaciones. –El pájaro
se quedó pensativo durante unos instantes. –Solo es cuestión de adaptarse, de
sobreponerse. Sabes viejo, muchas veces he escuchado que el ave fénix es fuerte
porque siempre renace de sus cenizas. Es mentira, no me conocen, precisamente
esa es mi debilidad, mi condena; tu condena no puede ser tu fortaleza, eso es
un sinsentido.
– Es irónico, pero dirán eso porque
nunca habrán tenido la oportunidad de hablar con un fénix, nunca habrán visto a
un ser legendario llorar de tristeza; y por eso yo ahora me siento un poco más
afortunado. Ya te lo he dicho antes, el truco está en escuchar.
– Viejo, eres un hombre sabio.
Quiero pedirte una cosa, creo que no lo he hecho nunca, pero me gustaría seguir
manteniendo este tipo de conversaciones, quiero que me enseñes a escuchar.
– Bien, pero yo quiero algo a
cambio. La edad me ha enseñado a negociar y a pedir sin reparos. Cuando vayas
en busca de alguien a quien escuchar quiero que observes el camino que recorres
y que me lo cuentes cuando vuelvas, con todo tipo de detalles. Quiero que me
cuentes de qué color es la tierra que cruzas, quiero que me describas las
plantas, el cielo y los animales que te cruces. Quiero que te fijes en la
gente, en sus casas, en sus ropas y que te deleites con el olor de la comida
que cocinan. ¿Harás eso por un viejo que no ha visto mundo?
–Trato hecho viejo, cada vez que
vuelva te daré todo tipo de detalles.
Y así ocurrió, el fénix partió de
inmediato y se dejó la tristeza que había traído en la barca del pescador. Voló
lejos y observó todo aquello que se cruzaba en su camino; se recreaba con todo
y las salidas se hacían largas, de varios días de duración incluso. Cruzó mares
verdes y azules, vio bosques frondosos, montañas nevadas, desiertos, bastas
llanuras, pequeños pueblos, palacios, fortalezas y muchísimas más cosas. Y
habló con mucha gente y escuchó lo que tenían que contarle. Y siempre elegía a
gente peculiar, un hombre ciego que pedía limosna en la calle, una chica joven
que escribía poesía a la sombra de un árbol, una anciana que iba todos los días
a llevar flores a su esposo a la tumba, un leñador que cortaba leña para poder
calentarse él y su familia durante el invierno. Cada vez que volvía al pueblo
de pescadores al lado del viejo, el fénix parecía un poco más feliz y el hombre
disfrutaba con la descripción de todos esos lugares que había visto el pájaro.
Y durante mucho tiempo fueron grandes amigos.
Finalmente, un buen día al volver el
fénix vio al viejo tumbado en su esterilla y descendió a posarse sobre la
barca. Y una vez allí comenzó a contar su nueva experiencia.
– Esta vez ha sido increíble amigo,
salí de aquí hacia el sur, siguiendo la costa todo el tiempo, volando cerca de
las aves migratorias, pero yo iba mucho más bajo, a pocos metros del suelo. Y
podía escuchar el sonido de las olas y como se adentraban en la arena creando
una espuma blanca. El olor, olía a sal y a vida, como debe oler la tierra
bañada por el agua. Después de las playas el paisaje se convertía en
acantilados donde las olas rompían contra la roca, luchando ferozmente. Cuando
me cansé de seguir la costa giré hacia el oeste, al interior, sobrevolando un
bosque de árboles con las hojas doradas por el otoño y allí descubrí una cabaña
hecha de troncos y decidí bajar. En ella encontré a un hombre en el porche,
pintando con sus dedos desnudos sobre un lienzo. Al verme posarme en la baranda
me observó y me dijo que no me moviera, que necesitaba retratarme, así que me
quedé allí quieto hasta que terminó. Una vez hubo terminado estuvimos hablando
durante mucho rato y me dio las gracias por haber perdido parte de mi tiempo
con él. Yo le respondí lo que tú me dijiste una vez amigo, que no tenía prisa
por vivir. –El fénix batió las alas y se posó al lado del viejo pescador, se acercó
al hombre que yacía sobre la esterilla y le susurró al oído –Gracias por haberme
enseñado a no tener prisa por vivir, gracias por no haber tenido prisa por
morir, descansa en paz amigo.
Acto seguido, el fénix se convirtió
en una inmensa bola de fuego que calcinó varios metros a la redonda, y no quedó
rastro alguno de la barca, ni de la caña, ni del amarradero y desde luego, no
quedó rastro del cuerpo del sabio y anciano pescador, que se convirtió en
cenizas. Cenizas de las que surgió, otra vez, el ave fénix.